El espectáculo de la muerte
Del altar íntimo al espectáculo público: el Día de
Muertos en la era del consumo
Isabel
Hernández
El Día de
Muertos fue, durante siglos, una práctica social cargada de sentido. Una
conversación entre vivos y muertos, una pausa colectiva para mirar de frente lo
que duele y, al mismo tiempo, lo que permanece. Hoy, sin embargo, asistimos a
su transformación en una cultura del espectáculo: rápida, visual, comercial. Una
tradición que sobrevive, sí, pero convertida en producto.
De práctica social a producto cultural
Durante
generaciones, poner un altar implicaba mucho más que decorar una mesa. Era un
gesto profundamente social: limpiar la tumba, cocinar los platillos favoritos
del difunto, encender velas, contar historias. Era una forma de elaborar el
duelo y de mantener la continuidad afectiva dentro de la familia y la
comunidad.
Hoy, el
altar se externaliza. Se instala en centros comerciales, en oficinas, en
escaparates. Se convierte en una escenografía que se “pone”, no que se “hace”.
El acto se vuelve representación: la ofrenda ya no es conversación, sino
decoración.
Cultura del espectáculo
Vivimos en
una época en la que todo se vuelve imagen. El Día de Muertos ha sido absorbido
por la lógica del espectáculo y del mercado. Los centros comerciales organizan
concursos de ofrendas, los museos montan altares “conceptuales” y las marcas
convierten las calaveras y flores de cempasúchil en estética publicitaria.
El rito,
antes íntimo y comunitario, se transforma en evento visual, listo para ser
fotografiado y compartido. La celebración deja de ser experiencia y se
convierte en consumo cultural. Ya no importa lo que se siente, sino lo que se
muestra.
La pérdida de la catarsis
En la versión original del rito, cada gesto —escoger fotos, preparar la comida, disponer los objetos— era parte de un proceso lento y simbólico. Cada paso ayudaba a enfrentar la ausencia y a conectar con la memoria; era así como surgía la verdadera catarsis.
Hoy, la eficiencia comercial lo ha reemplazado todo. Altares prefabricados, flores de plástico, kits con todo incluido. El capitalismo promete una catarsis instantánea, pero al hacerlo borra ese encuentro profundo entre la pérdida y la memoria.
La intelectualización museística
El otro
extremo del espectáculo es el museo. Ahí la ofrenda se vuelve objeto de
contemplación o discurso curatorial. Se explica, se clasifica, se estetiza.
Pero al hacerlo, se congela. El altar ya no se habita: se observa detrás de una
línea amarilla o de un texto explicativo.
Esa mirada
institucional preserva, sí, pero también desactiva. El rito deja de ser vivido
y se convierte en pieza de exposición: un patrimonio, pero sin aliento.
Lo que aún resiste
Aun así,
algo persiste. En pueblos, escuelas y muchas casas mexicanas, el Día de Muertos
sigue siendo una práctica viva. Los olores del copal, el sonido del papel
picado, la conversación con los ausentes mantienen su poder transformador. En
esos espacios íntimos, el altar sigue siendo lo que siempre fue: un modo de
relación con lo invisible.
Quizás el
desafío actual no sea oponerse al espectáculo, sino recordar el sentido.
Recordar que, más allá de la foto o la estética, el altar es una forma de
hablar con los muertos y, sobre todo, con nosotros mismos.

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